lunes, 2 de octubre de 2017

Descansa en paz... El funeral del “No puedo"



   

La clase de cuarto grado de Donna se parecía a muchas que había visto en el pasado. Los alumnos estaban sentados en hileras de seis bancos. El escritorio de la maestra estaba en el frente de cara a los estudiantes. La pizarra de los anuncios mostraba trabajos escolares. En la mayoría de los aspectos, parecía un aula tradicional de escuela primaria. Sin embargo, el mismo día en que entré por primera vez, algo me pareció distinto. Parecía haber una corriente subterránea de excitación.

Donna era una maestra veterana en una pequeña ciudad de Michigan, a la que le faltaban apenas dos años para jubilarse. Además, se había ofrecido como voluntaria en un proyecto de desarrollo personal que yo había organizado y dirigido en todo el condado. La capacitación se centraba en ideas relacionadas con el lenguaje y el arte que pudieran hacer sentir bien consigo mismos a los estudiantes y a hacerse cargo de sus vidas. La tarea de Donna consistía en asistir a las sesiones de capacitación y poner en práctica los conceptos que se presentaban. Mi tarea consistía en hacer visitas a las clases y alentar la puesta en práctica.

Me senté en un banco vacío al fondo de la clase y observé. Todos los alumnos estaban trabajando en una tarea que consistía en llenar una hoja de cuaderno con pensamientos e ideas. La alumna de diez años que estaba más cerca de mí estaba llenando su página con “No puedo”.

“No puedo patear la pelota de fútbol más allá de la segunda línea”.

“No puedo hacer una división larga con más de tres números”.

“No puedo hacer que Debbie me quiera”.

Había llenado media página y no mostraba signos de parar. Trabajaba con determinación y persistencia.

Caminé junto a los bancos mirando las hojas de los chicos. Todos escribían oraciones describiendo cosas que no podían hacer.

“No puedo hacer diez abdominales”.

“No puedo pasar la defensa del campo izquierdo”.

“No puedo comer solamente una galletita”.

A esa altura, la actividad atrajo mi curiosidad, de modo que decidí hablar con la maestra para ver qué pasaba. Al acercarme, noté que ella también estaba ocupada escribiendo. Me pareció mejor no interrumpirla.

“No puedo conseguir que la madre de John venga a la reunión de maestros”.

“No puedo conseguir que mi hija le cargue nafta al auto”.

“No puedo lograr que Alan use palabras en vez de puños”.

Derrotada en mis esfuerzos por determinar por qué alumnos y maestra se demoraban en lo negativo en lugar de escribir las afirmaciones “Puedo”, más positivas, volví a mi asiento y continué mis observaciones. Los alumnos escribieron durante otros diez minutos. La mayoría de ellos llenaron su página. Algunos empezaron otra.

“Terminen la que están haciendo y no empiecen otra”, fue la instrucción de Donna para indicar el final de la actividad. Los estudiantes recibieron luego la indicación de doblar sus hojas por la mitad y llevarlas al frente. Al llegar al escritorio de la maestra, colocaban sus declaraciones de “No puedo” en una caja de zapatos vacía.

Una vez recogidas las hojas de todos los alumnos, Donna agregó la suya. Tapó la caja, se la puso bajo el brazo, se encaminó hacia la puerta y salió al hall. Los alumnos siguieron a la maestra. Yo seguí a los alumnos.

Al llegar a la mitad del corredor, la procesión se detuvo. Donna entró en la sala de los ordenanzas, dio algunas vueltas y salió con una pala. Con la pala en una mano y la caja de zapatos en la otra, Donna condujo a los estudiantes hasta el rincón más alejado del parque. Allí empezaron a cavar.

¡Iban a enterrar sus “No puedo”! La excavación llevó más de diez minutos porque la mayoría de los chicos quería colaborar. Cuando el pozo alcanzó más o menos noventa centímetros de profundidad, dejaron de cavar. Acomodaron la caja de los “No puedo” en el fondo del pozo y la cubrieron rápidamente con tierra.

Alrededor de la tumba recién cavada, había treinta y un chicos de diez y once años. Cada uno tenía por lo menos una página llena de “No puedo” en la caja de zapatos, a un metro de profundidad. La maestra también.

En ese momento, Donna anunció: “Chicos, por favor junten las manos y bajen la cabeza”. Los alumnos obedecieron. En seguida, formaron un círculo en torno de la tumba y formaron una ronda tomados de las manos. Bajaron la cabeza y esperaron. Donna dijo su oración.

“Amigos, estamos aquí reunidos para honrar la memoria de “No puedo”. Mientras estuvo con nosotros en la tierra, afectó la vida de todos, de algunos más que de otros. Desgraciadamente, su nombre ha sido pronunciado en todos los edificios públicos, escuelas, municipalidades, congresos y sí, hasta en la Casa Blanca.

“Acabamos de darle una morada definitiva a “No puedo” y una lápida que contiene su epitafio. Lo sobreviven sus hermanos, “Puedo”, “Quiero” y “Lo haré ya mismo”. No son tan conocidos como su famoso pariente e indudablemente todavía no resultan tan fuertes y poderosos. Tal vez algún día, con su ayuda, tengan una incidencia mayor en el mundo.

“Roguemos que “No puedo” descanse en paz y que; en su ausencia, todos los presentes puedan hacerse cargo de sus vidas y avanzar. Amén.”

Al oír la oración, me di cuenta de que esos alumnos nunca olvidarían ese día. La actividad era simbólica, una metáfora de la vida. Era una experiencia del lado derecho del cerebro que quedaría adherida a la mente inconsciente y consciente para siempre.

Escribir los “No puedo”, enterrarlos y escuchar la oración. Era un esfuerzo muy grande por parte de esta maestra. Y todavía no había terminado. Al término del panegírico, llevó a los alumnos nuevamente a la clase e hicieron un festejo.

Celebraron la muerte de “No puedo” con masitas, pochoclo y jugo de frutas. Como parte de la celebración Donna cortó una gran lápida en papel y escribió las palabras “No puedo” arriba y en el medio RIP. Abajo agregó la fecha.

La lápida de papel quedó en el aula de Donna durante el resto del año. En las escasas ocasiones en que un alumno se olvidaba y decía: “No puedo”, Donna simplemente señalaba el cartel. El alumno recordaba entonces que “No puedo” estaba muerto y optaba por reformular su afirmación.

Yo no era alumno de Donna. Ella sí era alumna mía. Sin embargo, ese día aprendí de ella una lección perdurable.

Ahora, años más tarde, cada vez que oigo “No puedo”, veo las imágenes de ese funeral de cuarto grado. Como los alumnos, me acuerdo de que “No puedo” murió.

Chick Moorman

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