jueves, 27 de febrero de 2014

¿POR QUÉ PERMITES, DIOS, ESTAS DESGRACIAS?



Ante el sufrimiento, propio o ajeno, una parte de nosotros se rebela… Nos gustan los finales felices, no las vidas truncadas por el dolor y la pérdida. La confrontación con la a menudo triste realidad es fácil que nos lleve a plantearnos: “Si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo puede permitir que esto suceda? ¿Por qué nos hace esto?”.
Nos encontramos ante una cuestión metafísica esencial: el origen del mal. No soy partidario de dualismos metafísicos, así que no creo en la existencia de un Dios Bueno y uno Malo. Sin que sirva de precedente, en esta ocasión coincido con la mejor de las escolásticas al definir el mal como ausencia de bien… Así pues, donde hay mal es que el bien se ha retirado… Y volvemos a la misma pregunta:“¿Por qué se retira Dios y nos abandona a nuestra (mala) suerte?”.
La pregunta incluye una afirmación que, en mi opinión, es incorrecta y encierra la semilla de toda incomprensión respecto a esta cuestión: Dios no nos abandona a nuestra suerte. La aparente indiferencia de Dios responde a un profundo respeto por la libertad del ser humano.
La mayoría de los males que nos toca sufrir proceden, directa o indirectamente, de un acto libre de otro ser humano… Cuando no de nosotros mismos. Incluso deberíamos plantearnos cuántos desastres naturales no son la reacción natural al maltrato al que nuestra especie ha sometido al medio ambiente…
Es duro aceptar que somos los responsables de nuestros males, pero lo esperanzador es que -si nosotros somos la causa- también en nosotros está la solución. En este sentido, me parece profundísimo y de una belleza especial un cuento de Anthony de Mello que dice así:
“Por la calle vi a una niña aterida y tiritando de frío dentro de su ligero vestidito y con pocas perspectivas de conseguir una comida decente. Me encolericé y le dije a Dios: «¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?
Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, de improviso, me respondió: «Ciertamente que he hecho. Te he hecho a ti»”.
Cada uno de nosotros es principio y fin de muchos males, tomemos conciencia de ello y actuemos en consecuencia. No echemos a Dios la culpa de nuestras acciones… Ni de nuestras omisiones. Más bien debemos agradecerle su respeto por nuestra libertad. Sólo le ruego que nos ayude a emplearla para lograr nuestro bien y el de quienes nos rodean. Así sea.

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